Pío Baroja
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Perteneció a familias distinguidas, muy conocidas en San Sebastián; entre los
ascendientes de la madre, existía una rama italiana, los Nessi.
Eran tres hermanos: Darío, Ricardo, que fue pintor y escritor y
Pío, el novelista y por último nació Carmen, que fue la gran compañera del
novelista
Gracias a que el padre era ingeniero de minas, Pío pudo conocer
desde niño diversas partes de España, y sobre todo, Madrid, su amor más grande
después de Vasconia, donde floreció su vocación y consiguió la fama.
Nunca supo bien qué carrera le gustaba estudiar, no le
interesaba ninguna. Sólo sabía que las letras le atraían. Antes de ir a
Valencia había empezado algunos cuentos, artículos, tal vez una novela, pero lo
rompió todo o lo dejó olvidado. Aún mucho después, escrita ya buena parte de su
obra, se preguntaba si sería verdaderamente escritor.
Baroja se trasladó a Cestona, en el país vasco, donde había
conseguido una plaza de médico. Acabó asqueado con su oficio porque se peleó
con su compañero y con el alcalde y acabó yéndose a Madrid.
A poco de llegar a Madrid, habiendo terminado sus estudios, se instalado en un negocio de pan que tenía su tía y empezó sus colaboraciones en periódicos y revistas. En 1900 publicaba su primera obra Vidas sombrías, colección de cuentos, que empezó a darlo a conocer. Eran, en su mayoría, cuentos escritos en Cestona sobre temas de aquella región y de sus experiencias de médico; se trataba de vidas humildes, y reflejaban tristeza, mezclada con ráfagas de cólera.
A poco de llegar a Madrid, habiendo terminado sus estudios, se instalado en un negocio de pan que tenía su tía y empezó sus colaboraciones en periódicos y revistas. En 1900 publicaba su primera obra Vidas sombrías, colección de cuentos, que empezó a darlo a conocer. Eran, en su mayoría, cuentos escritos en Cestona sobre temas de aquella región y de sus experiencias de médico; se trataba de vidas humildes, y reflejaban tristeza, mezclada con ráfagas de cólera.
Puede decirse que en
su primera obra estaba ya en germen toda su obra futura. Vidas sombrías, constituyó un éxito,
un éxito del que el propio autor se sintió asombrado; de su libro se ocuparon
con elogio Azorín, Galdós y sobre todo Unamuno, que se entusiasmó con él,
especialmente de uno de los cuentos, "Mary-Belche", y quiso conocer a
su autor.
A partir de entonces Baroja fue dedicándose más y más a las
letras, y apartándose cada vez más del negocio, hasta dejarlo del todo y
consagrarse exclusivamente a su vocación. Inició una incursión en el campo de
la política, arrastrado por el ambiente de la época y por el ejemplo de algunos
de sus compañeros. Se presentó para concejal en Madrid, y más adelante para diputado
por Fraga que constituyeron dos rotundos fracasos.
Baroja llegó a ser
uno de los escritores que conoció mejor la España de su tiempo, cosa que se
puede comprobar en sus novelas. La ciudad más visitada fue París. En ella pasó
un largo tiempo en sus últimos años, cuando huyó de España durante la guerra
civil. Estuvo en parte de Europa, en concreto en Jutlandia, escenario de su
trilogía Agonías
de nuestro tiempo, con la magnífica El torbellino del mundo, con que encabeza
la trilogía.
Baroja consagraba su tiempo a escribir y a viajar. Sus producciones
le situaron en pocos años entre las primeras figuras de la nación. Esta
actividad no cesó apenas durante su vida, de manera que es el escritor de su
tiempo que cuenta con una obra más copiosa; también más diversa y más rica.
Entre sus mejores
obras merecen citarse Vidas sombrías, publicada en 1900; Inventos y mixtificación de Silvestre Paradox, de 1901, en la cual
evoca sus días de estudiante en Pamplona, Camino de perfección(1902), confesión íntima sobre sus
dudas y vacilaciones de su juventud que causó vivísima impresión. El mayorazgo
de Labraz (1903), escrita
también con recuerdos de Cestona, en que relata la vida en un pueblo de España,
con influencias tal vez de la vieja tragedia.
Importante es
también en la producción barojiana la trilogía que siguió a estas novelas, que
apareció bajo el subtitulo "La lucha por la vida", formada por La busca, Mala
hierba y Aurora roja; aparecidas primero
en folletín, y publicadas en volúmenes sueltos en 1904, ofrecen en mucha parte,
en su desarrollo, las características de aquel género; en ellas el autor recoge
el ambiente de los barrios bajos del Madrid de su tiempo, en las primeras
luchas sociales; merecen también citarse Zalacaín el Aventurero y Las inquietudes de Shanti Andía, novela la primera
situada en la tierra vasca y en la época de las guerras carlistas, y la
segunda, dedicada a la vida del mar con recuerdos de antepasados del escritor
sobre su infancia en San Sebastián, parte que constituye tal vez lo mejor del
libro.
Estas dos novelas
eran aquellas por las cuales mostró Baroja una especial preferencia,
especialmente por Zalacaín y en ella por la figura del héroe. No obstante, la
obra más importante del novelista es sin duda Las memorias de un
hombre de acción, novela cíclica, que escribió a lo largo casi de su vida y que
terminó ya en la vejez. Destacan en esta serie El escuadrón de
Brigante, Los recursos de la astucia, El sabor de la venganza, Las figuras de cera, La nave de los locos y La senda dolorosa.
Aparte de estas
obras, Baroja escribió algunos ensayos; sus libros de recuerdos.
En sus últimos años
Baroja dio a la prensa sus Memorias. Estas Memorias constituyen un monumento de la época, una evocación de
su vida, y de la vida de su tiempo, con las figuras más importantes con las que
trató, tanto en las letras como en las artes.
El mundo predilecto de sus creaciones fue el de las gentes
humildes, los desventurados; pero al lado de ellos, sintió una viva
predilección por toda suerte de seres fantásticos, locos, de gente rara y
absurda; a todos se acercó con su ironía, con sus sarcasmos a veces, con su
humor amargo, pero también con una gran piedad, con un deseo de redención y de
justicia, que le emparenta con los grandes novelistas de Europa, sobre todo con
Dickens, que fue al que más admiró.
Baroja ha sido, sobre todo por sus ideas y por su manera de
exponerlas, el literato más discutido, el más atacado de los escritores de su
tiempo. Tal vez por el desorden habitual en sus novelas, y más aún por el tono
ofensivo que adoptó para tantas cosas, por su sinceridad brutal, no alcanzó
nunca la fama que merecía, la fama que alcanzaron muchos otros con menos
méritos que él. El tiempo, en su labor justiciera, le ha ido situando en su
lugar y hoy está considerado, dentro y fuera de su patria, como el primer
novelista de la España de su tiempo, al lado de Galdós, y para algunos por
encima de éste.
Selección de fragmentos
EL RELOJ
Hay en los dominios de la fantasía bellas
comarcas en donde los árboles suspiran y los arroyos cristalinos se deslizan
cantando por entre orillas esmaltadas de flores a perderse en el azul mar.
Lejos de estas comarcas, muy lejos de ellas, hay una región terrible y
misteriosa en donde los árboles elevan al cielo sus descarnados brazos de
espectro y en donde el silencio y la oscuridad proyectan sobre el alma rayos
intensos de sombría desolación y de muerte.
Y en lo más siniestro de esa región de
sombras, hay un castillo, un castillo negro y grande, con torreones almenados,
con su galería ojival ya derruida y un foso lleno de aguas muertas y malsanas.
Yo la conozco, conozco esa región terrible.
Una noche, emborrachado por mis tristezas y por el alcohol, iba por el camino
tambaleándome como un barco viejo al compás de las notas de una vieja canción
marinera. Era una canción la mía en tono menor, canción de pueblo salvaje y
primitivo, triste como un canto luterano, canción serena de una amargura grande
y sombría, de la amargura de la montaña y del bosque. Y era de noche. De
repente, sentí un gran terror. Me encontré junto al castillo, y entré en una
sala desierta; un alcotán, con un ala rota, se arrastraba por el suelo.
Desde la ventana se veía la luna, que
ilumina a con su luz espectral el campo yerto y desnudo; en los fosos se
estremecía el agua intranquila y llena de emanaciones. Arriba, en el cielo, el
brillante Arturus resplandecía y titilaba con un parpadeo misterioso y
confidencial. En la lejanía las llamas de una hoguera se agitaban con el
viento. En el ancho salón, adornado con negras colgaduras, puse mi cama de
helechos secos. El salón estaba abandonado; un braserillo, donde ardía un
montón de teas, lo iluminaba. Junto a una pared del salón había un reloj
gigantesco, alto y estrecho como un ataúd, un reloj de caja negra que en las
noches llenas de silencio lanzaba su tictac metálico con la energía de una
amenaza.
«¡Ah! Soy feliz -me repetía a mí mismo-. Ya
no oigo la odiosa voz humana, nunca, nunca.»
Y el reloj sombrío medía indiferente las
horas tristes con su tictac metálico.
La vida estaba dominada; había encontrado el
reposo. Mi espíritu gozaba con el horror de la noche, mejor que con las
claridades blancas de la aurora.
¡Oh! Me encontraba tranquilo, nada turbaba
mi calma; allí podía pasar mi vida solo, siempre solo, rumiando en silencio el
amargo pasto de mis ideas, sin locas esperanzas, sin necias ilusiones, con el
espíritu lleno de serenidades grises, como un paisaje de otoño.
Y el reloj sombrío medía indiferente las
horas tristes con su tictac metálico. En las noches calladas una nota
melancólica, el canto de un sapo me acompañaba.
-Tú también -le decía al cantor de la noche-
vives en la soledad. En el fondo de tu escondrijo no tienes quien te responda
más que el eco de los latidos de tu corazón.
Y el reloj sombrío medía indiferente las
horas tristes con su tictac metálico.
Una noche, una noche callada, sentí el
terror de algo vago que se cernía sobre mi alma; algo tan vago como la sombra
de un sueño en el mar agitado de las ideas. Me asomé a la ventana. Allá en el
negro cielo se estremecían y palpitaban los astros, en la inmensidad de sus
existencias solitarias; ni un grito, ni un estremecimiento de vida en la tierra
negra. Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac
metálico.
Escuché atentamente; nada se oía. ¡El
silencio, el silencio por todas partes! Sobrecogido, delirante, supliqué a los
árboles que suspiraban en la noche que me acompañaran con suspiros; supliqué al
viento que murmurase entre el follaje, y a la lluvia que resonara en las hojas
secas del camino; e imploré de las cosas y de los hombres que no me
abandonasen, y pedí a la luna que rompiera su negro manto de ébano y acariciara
mis ojos, mis pobres ojos, turbios por la angustia de la muerte, con su mirada
argentada y casta.
Y los árboles, y la luna, y la lluvia, y el
viento permanecieron sordos. Y el reloj sombrío que mide indiferente las horas
tristes se había parado para siempre.
OLABERRI EL MACABRO
Olaberri era un pesimista jovial. No encontraba en el mundo más
que vanidad y aflicción de espíritu. No tenía fe más que en la cal hidráulica y
en el cemento armado. Para él, detrás de toda satisfacción venía algo negro y
doloroso, que eran principalmente las facturas.
-¿Ve usted esa chica que se ha casado con el
carabinero? -me preguntó hace tiempo con aire de profunda conmiseración.
-Sí.
-¡Qué infelices! Ahora mucha alegría, ¿eh?,
y de viaje, pero luego ya vendrán las facturas.
A Olaberri le preocupaban las facturas. Para
Olaberri, que era contratista en pequeño, las facturas eran como la sombra de
Banquo, que aparece en el banquete de la vida.
Si Olaberri hubiera tenido el sentido
estadístico de nuestro amigo Berecoche, ya difunto, diría que en la vida hay un
75 por ciento de facturas.
-Ya le he dicho al párroco -me contó una
vez-: usted, con un cubo de agua y un hisopo, ya tiene para todo el año, y a
vivir bien; nosotros, en cambio, pobres contratistas, siempre a vueltas con las
facturas.
Olaberri tenía gustos macabros. Había
construido en el cementerio varios sepulcros y trasladado cadáveres y huesos y
algunos cuerpos recién muertos.
Al hacer la descripción de estos traslados
sentía, sin duda, un ardor explicativo de artista medieval y macabro. Los
huesos, las calaveras revueltas con tierra, los trozos de hábito o de ropa, la
madera podrida de los ataúdes, todo daba pábulo a su charla pintoresca.
Al relatar el traslado de algún cuerpo
recién enterrado, se lucía; entonces los detalles realistas eran tan terribles
que a cualquier persona sencilla se le ponían los pelos de punta.
Salían a relucir los busanos blancos y las
gurgujas verdes, y al último la gente no sabía si temblar de asco o echarse a
reír.
Él no tenía repugnancia por nada.
-Los mejores caracoles que hay comido -solía
decir-, los hay cogido en la tumba del difunto párroco. Nunca los hay comido
mejores.
MARI BELCHA
Cuando te quedas sola a la puerta del negro caserío con tu
hermanillo en brazos, ¿en que piensas, Mari Belcha, al mirar los montes lejanos
y el cielo pálido?
Te llaman Mari Belcha, María la Negra,
porque naciste el día de los Reyes, no por otra cosa; te llaman Mari Belcha, y
eres blanca como los corderillos cuando salen del lavadero, y rubia como las
mieses doradas del estío...
Cuando voy por delante de tu casa en mi
caballo te escondes al verme, te ocultas de mí, del médico viejo que fue el
primero en recibirte en sus brazos, en aquella mañana fina en que naciste.
¡Si supieras cómo la recuerdo! Esperábamos
en la cocina, al lado de la lumbre. Tu abuela, con las lágrimas en los ojos,
calentaba las ropas que habías de vestir y miraba el fuego pensativa; tus tíos,
los de Aristondo, hablaban del tiempo y de las cosechas; yo iba a ver a tu
madre a cada paso a la alcoba, una alcoba pequeña, de cuyo techo colgaban
trenzadas las mazorcas de maíz, y mientras tu madre gemía y el buenazo de José
Ramón, tu padre, la cuidaba, yo veía por las ventanas el monte lleno de nieve y
las bandadas de tordos que cruzaban el aire.
Por fin, tras de hacernos esperar a todos,
viniste al mundo, llorando desesperadamente. ¿Por qué lloran los hombres cuando
nacen? ¿Será que la nada, de donde llegan, es más dulce que la vida que se les
presenta?
Como te decía, te presentaste chillando
rabiosamente, y los Reyes, advertidos de tu llegada, pusieron una moneda, un
duro, en la gorrita que había de cubrir tu cabeza. Quizá era el mismo que me
habían dado en tu casa por asistir a tu madre...
Y ahora te escondes cuando paso, cuando paso
con mi viejo caballo. ¡Ah! Pero yo también te miro ocultándome entre los
árboles; ¿y sabes por qué?... Si te lo dijera, te reirías... Yo, el medicuzarra
que podría ser tu abuelo; sí, es verdad. Si te lo dijera, te reirías.
¡Me pareces tan hermosa! Dicen que tu cara
está morena por el sol, que tu pecho no tiene relieve; quizá sea cierto; pero
en cambio tus ojos tienen la serenidad de las auroras tranquilas del otoño y
tus labios el color de las amapolas de los amarillos trigales.
Luego, eres buena y cariñosa. Hace unos
días, el martes que hubo feria, ¿te acuerdas?, tus padres habían bajado al
pueblo y tú paseabas por la heredad con tu hermanillo en brazos.
El chico tenía mal humor, tú querías
distraerle y le enseñabas las vacas, la Gorriya y la Beltza, que pastaban la
hierba, resoplando con alegría, corriendo pesadamente de un lado a otro,
mientras azotaban las piernas con sus largas colas.
Tú le decías al condenado del chico: «Mira a
la Gorriya.., a esa tonta.... con esos cuernos.... pregúntale tú, maitia: ¿por
qué cierras los ojos, esos ojos tan grandes y tan tontos?... No muevas la
cola.»
Y la Gorriya se acercaba a ti y te miraba
con su mirada triste de rumiante, y tendía la cabeza para que acariciaras su
rizada testuz.
Luego te acercabas a la otra vaca, y
señalándola con el dedo, decías: «Ésta es la Beltza... Hum... qué negra... qué
mala... A ésta no la queremos. A la Gorriya sí».
Y el chico repitió contigo: «A la Gorriya
sí»; pero luego se acordó de que tenía mal humor y empezó a llorar.
Y yo también empecé a llorar no sé por qué.
Verdad es que los viejos tenemos dentro del pecho corazón de niño.
Y para callar a tu hermano recurriste al
perrillo alborotador, a las gallinas que picoteaban en el suelo, precedidas del
coquetón del gallo a los estúpidos cerdos que corrían de un lado a otro.
Cuando el niño callaba, te quedabas
pensativa. Tus ojos miraban los montes azulados de la lejanía, pero sin verlos;
miraban las nubes blancas que cruzaban el cielo pálido, las hojas secas que
cubrían el monte, las ramas descarnadas de los árboles, y, sin embargo, no
veían nada.
Veían algo; pero era en el interior del
alma, en esas regiones misteriosas donde brotan los amores y los sueños 
Hoy, al pasar, te he visto aún más
preocupada. Sentada sobre un tronco de árbol, en actitud de abandono, mascabas
nerviosa una hoja de menta.
Dime, Mari Belcha, ¿en qué piensas al mirar
los montes lejanos y el cielo pálido?
Selección de frases de sus libros:
Cuando
el hombre se mira mucho a sí mismo, llega a no saber cuál es su cara y cuál es
su careta.
La
ley es inexorable, como los perros: no ladra más que al que va mal vestido.
A
una colectividad se le engaña siempre mejor que a un hombre.
Es
que la verdad no se puede exagerar. En la verdad no puede haber matices.
En la semi-verdad o en la mentira, muchos.
En la semi-verdad o en la mentira, muchos.
Son
los inocentes y no los sabios los que resuelven las cuestiones difíciles.
Selección de imágenes
Fragmentos
Biografía
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