Gabriel Miró
El gran autor español Gabriel Francisco Víctor Miró Ferrer, más conocido como Gabriel Miró nació el 28 de julio del 1879 en Alicante.
Estudió como alumno interno en el Colegio Santo Domingo de Orihuela. Terminó bachiller en Ciudad Real y se licenció en Derecho. En el año 1901 contrajo matrimonio y tuvo dos hijas. Colaboró en numerosos periódicos y revistas españolas y americanas. Al no aprobar las oposiciones a la judicatura comenzó una vida triste y monótona de la que salió gracias a la magia de la literatura. Falleció en Madrid el 17 de mayo del 1930 a causa de una apendicitis.
Creador de una obra selecta y minoritaria, su prosa es considerada como la más sensorial del siglo XX. Maestro del estilo y dominador de la lengua, buscó en el impresionismo poético una salida al callejón donde había desembocado el modernismo.
Su primera gran novela ‘Las cerezas del cementerio’ narraba la estallante historia de amor y lujuria entre un joven y una mujer madura.Por otro lado, sus mejores obras (Nuestro Padre San Daniel, El obispo leproso…) fueron personificadas en Oleza (ciudad ficticia bajo la que se esconde la localidad de Orihuela). Sin embargo, era especialista en relatos breves y fue incluido dentro del Novecentismo.
Era un auténtico poeta en prosa, un formidable paisajista y un hombre profundamente enamorado de su tierra.
Selección de Textos
" Dice el Eclesiastés que la risa, el habla y el andar del hombre muestran su corazón. Pues el ánimo del dueño de estas heredades se manifiesta en las ventanas; aquí, aun sin querer, pone su tono, sus resabios, sus cavilaciones, sus conceptos, singularmente el de la Interinidad de la vida. Crece el edificio; va quejándose su fisonomía con los rasgos de los balcones de las rejas... (Una ventana encima de un huerto, del mar, de las soledades de un monte, nos comunica las complacencias de los que están junto a la vidriera mirando.) Y apenas se acaban estas órbitas, el dueño les baja unos párpados de ladrillos. En la faz tapiada se endurece una mueca de avidez, como la de los tuertos y sordomudos. La ventana no es sólo la mirada, es también el grito, la ansiedad, la sonrisa hacia los senderos, las nubes, los caminantes, las aves, los rebaños, la lluvia, las estrellas.
(...)
No; la señora no quiere cavilar ni desperdiciar dineros en una hacienda que sólo ha de tener mientras viva. ¡Y qué le queda de vivir a sus ochenta y seis años! Después, sin hija ya en el mundo, los bienes de don Pedro irán a poder de los de su sangre, y las heredades de ella, a los de la suya. Dejó el esposo sobrinos que esperan... le queda a la señora la sobrina. Todo el pan está ya rebanado y a punto que se lo repartan. A doña Elisa, con sus alpargatas, su toca y su hábito del Carmen, ya no le falta sino acostarse en la tierra, al lado de la niña y del marido... Y otra vez se le llenan los ojos de bruma inmóvil de eternidad: ¡Es la eternidad...!
(...)
Sigüenza se revuelve mirando la gota de lumbre de Venus, lumbre jugosa, de una sensación de desnudez. Ya baja por los hombros del Ponoch. Se lo avisa a la señora, que no puede levantar tanto su frente; y la sobrina busca el lucero por otro horizonte. Venus se hunde veloz, quebrándose en la humedad de la mirada... Se ha embebido el zumo de claridad, y el cielo se va desamparando. "
El obispo leproso (fragmento)
" Se encerraban en la cámara del reloj para sentirse traspasados por el profundo pulso. Allí latían las sienes de Oleza. Luego, otra vez, torciéndose por la escalerilla, llegaban bajo la cigueña de las campanas; y desde los arcos, entre aleteos de falcones y jabardillos de vencejos, veían el atardecer, que don Magín comparaba a un buen vecino que volvía, de distancia en distancia, al amor de su campanario.
(...)
Se distrajo con un pisapapeles de cristal lleno de iris. Poco a poco la tarde recordada por el prelado se le acercó hasta tenerla encima de su frente, como los vidrios de sus balcones donde se apoyaba muchas veces, sin ver nada, volviéndose de espaldas al aburrimiento. Todo aquel día tocaron las campanas lentas y rotas. Tarde de las ánimas, ciega de humo de río y de lluvia. La casa se rajó de gritos del padre. Ardían las luces de aceite delante de los cuadros de los abuelos -el señor Galindo, la señora Serrallonga-, que le miraban sin haberle visto y sin haberle amado nunca. Cuando el padre y tía Elvira se fueron, las campanas sonaron más grandes. Le buscó su madre; la vio más delgada, más blanca. Se ampararon los dos en ellos mismos, y entonces las luces eran las que les miraban... "
Selección de imágenes
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Fuentes
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